hablar de amor con un amigo
hasta altas horas de la noche,
sin nombrar a Erich From o
al que nos parecía caduco Bécquer.
Éramos tiernos pero a la vez duros,
realistas, prematuramente decepcionados,
tímidos y creativos,
leíamos a los que para nosotros eran
los clásicos de la literatura,
nos enamorábamos con frecuencia
para romper la rutina
y sentíamos siempre miedo
porque nos gustaban los personajes malditos
de la historia universal de la violencia.
Nos metimos luego en política y pusimos nada más
que un pie en los calabozos por no querer
entrar en los cuarteles obligados de los militares.
Íbamos a los bares del sábado por la noche
para lucir nuestra insoportable arrogancia de
chicos románticos y difíciles y nos miraban, ellas,
mientras encendíamos un cigarrillo al más puro estilo
del Hollywood de los años cincuenta,
no sabíamos hacerlo de otro modo.
Y a nuestros padres, a los que tanto queríamos,
hombres generalmente de izquierdas
de un planeta perdido,
idealistas, bebedores sin nosotros,
los necesitábamos como necesario apoyo
de hombre a hombre.
No queríamos caer en la vulgaridad, doblar las rodillas,
nos sentíamos ya mordidos por una extraña fuerza
que nos empujaba, nos arrimaba al abismo de las marejadas,
sería la poesía, el futuro lleno de palabras o nuestra decisión
de ser diferentes a todo, a pesar de las generaciones.
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