Sería demasiado arriesgado confundir a Mariano Rajoy con El Ché Guevera, aunque mirándolos bien y queriendo hallar un rebuscado paralelismo, podríamos afirmar que, mientras el guerrillero argentino es el icono comercial de las recientes generaciones de izquierdistas (desde la década de los 70 a nuestros días) el otro, Mariano Rajoy, que ha hecho de la inteligencia política un recurso invisible, sigue consolidándose en el rol de vulgar muñeco mediático o icono de la sedienta derechona española.
Remotamente, en algo se parecen, no por la cantidad de materia gris que atesoran sus cerebros, sino porque las obedientes parroquias que los veneran suelen estar sedientas de amor por una estampita y una patria, un padre protector que les coja de la mano, un dios o semidios o dios absoluto...
Romperé, de todos modos, una lanza en favor de Ernesto, el combativo guerrillero que tuvo la “suerte” de convertirse en leyenda una vez fusilado. Por su parte, Don Mariano con sus declaraciones públicas, me recuerda cada día más a una máxima bélica del bando nacional en la guerra civil española: muerte a la inteligencia.
No creo que Mariano Rajoy tenga inconvenientes en disfrazarse de Ché Guevara, si de lo que se trata es de llegar a La Moncloa. De hecho, su sed enfermiza de poder le ha llevado a extremos muy peligrosos; como defender la inocencia de un personaje corrupto llamado Camps (presidente de la Generalitat valenciana) o de no saber, hasta las elecciones generales de marzo de 2008, si él y los acólitos de su partido, deseaban o no ver muertos a los guardias civiles, a los policías nacionales o a tipos normales y campechanos como Isaías Carrasco.
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