Regreso de mis breves vacaciones en mi segunda casa, la isla de La Palma. Diez días que me han servido para aclimatarme al silencio y aparcar mi relación de amor-odio con la urbe; el individualismo que el propio ritmo acelerado de las ciudades, con sus rutinarios trasiegos, impone.
Una vez más compruebo que la fórmula ideal es la combinación o combinatoria de los escenarios: un poco de playa, un poco de montaña, un poco de silencio, un poco de ruido urbano, un poco de prisa en los pasos de peatones y los semáforos, un poco de soledad, un poco de introversión, un poco de extroversión. Todo en pequeñas dosis, estar y a la vez no estar. Excesos de pasión y sentimientos de pertenencia, los justos.
La Palma me atrapó en 2005, en el primer verano de la que será ya una larga relación de amor-odio. Su altura, desproporcionada y asombrosa en relación a su extensión en kilómetros cuadrados, sus violentos contrastes, sus depresiones, sus volcanes, me dejaron boquiabierto.
Ayer domingo me eché al monte, a curiosear con la voluntad de ser contagiado por la fiesta tradicional de una romería que se celebra en el municipio de El Paso cada tres años. La fiesta nos une, aunque sea por encima, aunque la unión de compartir sea superficial junto a la verbena del pueblo, a los vasos de vino regalado o a los lugareños divertidos y cariñosos en su gran día. Me sentí un invitado, un súbdito de otra isla acogido, acariciado, fui como ellos, fui uno de ellos.
2 comentarios:
¡ Se me abren las ganas de ir a LA PAlma leyendo tu artículo!, tal vez es mejor que el resto de la población no lo lea y siga manteniendo su encanto, si nos vamos todos pa ya, se convertira en un Tenerife ..
Besos
Razón que lleva María José, cuanto más desconocida mejor, que como me decía hoy una amiga, para contaminarse ya tenemos suficientes espacios.
¿Por qué amor y odio, Víctor?
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