Toda persona tiene derecho a defender su propio mundo ilusorio y a apretar la mandíbula o soltar la voz en un momento de calentón. Otra cosa significa que estas actitudes tengan una finalidad práctica, encaminada a mejorar nuestro tiempo de vida sobre el planeta tierra. El sueño romántico de un mundo feliz y perfecto tiene sus límites y la utopía de la independencia de Canarias supone un paradigma del delirio, de un respetable delirio pero delirio al fin en pleno siglo veintiuno. La manifestación del pasado sábado 24 de octubre, en la que un buen puñado de legendarios militantes y jóvenes entusiasmados pedían o, más bien, vaticinaban que el año 2010 iba a ser el año glorioso en que los canarios dejaríamos de pertenecer administrativamente al estado español, es una sorprendente prueba histórica de que los viejos rokeros nunca mueren, formulándome yo la siguiente pregunta: ¿si según sus tan caducas como decorativas teorías la solución a nuestros graves problemas estructurales pasa por la independencia del archipiélago convertido en una república independiente y estrafalaria, qué vamos a hacer cuando se logre el objetivo, la perla dorada, el oscuro objeto del deseo de ser libres del estado español opresor? Nada garantiza nada y menos aún sin respaldo y soberanía popular. Todo esto huele a antiguo capricho, a religión victimista heredada. En fin, cada loco con su tema. Muchos gritos y muchos lloros pero ni una sola explicación, ni una propuesta política orientada a exponer cómo sería la realidad de la ilusoria independencia más allá de la primitiva visceralidad de la queja. Bla, bla, bla…