Fue un superviviente a su manera. Él es la atracción del lado oscuro de las personas, del caos más nocivo y perjudicial. Mi amistad con Bukowski perdura a pesar de su muerte hace 15 años.
A Bukowski le mató su buena memoria.
Sonaban los teléfonos móviles del año 66,
aquellos aparatos incómodos y estridentes como despertadores,
sonaban Los Beatles, sonaba mi voz de adolescente malcriado
que buscaba un dios que no fuera el del cielo perfecto y azul
y en medio del irrefrenable desbarajuste
vino de pronto a saludarme, en mi estreno como insípido rapsoda,
el mismísimo Charles Bukowski. No lo olvidaré jamás,
su sobriedad, su aliento de bodega profunda y olorosa…
le dejé mi número de teléfono y él puso cara de discípulo agradecido,
por aquel entonces yo ya había leído La senda del perdedor
e intuí que él no tardaría mucho en llamarme.
A Bukowski no le mató el agua teñida de los bares y las cantinas,
el estómago redondo de las copas de cristal,
acabó con él, la buena memoria de los niños pisoteados,
acabó con él, el porvenir inevitable de la miseria humana.
Por eso, desde hace años me telefonea siempre que huye
por el acantilado de la embriaguez
y nos citamos en las cafeterías de la plaza mayor de una importante ciudad,
él toma una o mil cervezas y yo una o mil gaseosas
y hablamos del mundo que no es
y del submundo en el que estamos
y me señala con el dedo las huellas que dejaron escritas
Henry Miller o Céline o Hemingway
Así fue nuestra amistad hasta que Charles falleció
cuando yo disfrutaba sin vanidad mortal
de mi éxito literario.
Fue un placer la amistad de este genio
de las ultratumbas y de los tubos de escape,
de los sótanos pestilentes del sueño americano,
adversario de las rutilantes alfombras rojas
de los escritores superventas.
Te espero Henry Chinaski, amigo.