martes, 31 de marzo de 2009
Dejadlos morir
El discurso de Paul Auster
No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe…, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.
Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?
En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente… inútil.
La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.
Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la “era posliteraria”. Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten –en la página impresa o en la pantalla de televisión–, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.
De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento.
Nunca he querido trabajar en otra cosa.
lunes, 30 de marzo de 2009
Una asombrosa casualidad
Nacer es una asombrosa casualidad,
simple y poco sublime
como la muerte diaria de personas
que entran en el sistema de tuberías del infinito
bajo el signo de un horripilante silencio
del que no se conocen datos.
A mí nadie me envió, yo nací
y mejor será no pretender justificar
mi presencia en el mundo
no vaya a ser
que por un natural afán de conocimiento
acabemos todos sintiéndonos muy tristes.
Celebremos la asombrosa casualidad de nacer,
me parece bien, instintivo gozar de eventos
tan inexplicablemente bellos.
Nacer es una casualidad,
pese a todo, yo estoy en el camino;
mis juicios de valor,
el calibrador de la ética haciendo
de pequeño observatorio del mundo
son mis útiles de trabajo.
Nacer es una asombrosa casualidad
que nos pone a corretear en un pasillo
inexorablemente corto.
España hipócrita
No intenten ponernos zancadillas. Basta ya de trampearse. Dónde estaban, ellos y ellas, defensores apasionados de la vida, ante la tragedia de la muerte en masa de población civil en Irak o ante cualquier otra tragedia humanitaria, como la de los refugiados de Darfur.
No se han reunido, ni una sola vez, detrás
Diccionario de Real Academia de la Lengua Española: LA VIDA ES EL ESPACIO DE TIEMPO QUE TRANSCURRE ENTRE EL NACIMIENTO DE UN ANIMAL O VEGETAL, HASTA SU MUERTE.
jueves, 26 de marzo de 2009
Vida y obra: una misma realidad
Mientras trabajaba en el que hasta ahora es mi único libro de poesía editado (Cuando yo era otro 2007, autoedición) , iba experimentando un cúmulo de delicadas emociones, asociadas todas ellas a la satisfacción de estar creando algo definido, con unas características y con un mensaje concreto. La experiencia del placer intelectual, reside para mí, en la capacidad, en el deseo, en el entusiasmo por decir y comunicar, compartir con los otros, ya sean estos sujetos imaginarios o destinatarios reales, una serie de emociones, que no me engaño, son de dominio público, son universales, comunes a prácticamente todos los habitantes del planeta. No quiero decir con esto, que los poetas o escritores seamos los amplificadores voceros de las emociones básicas de la gente, entendiendo por básica y elemental la tristeza, el deseo, la alegría, la ira, que aisladas y descontextualizadas del origen complicado del engranaje humano, no significan absolutamente nada.
Se necesitaría estar demasiado tocado por la pretensiosa vanidad, como para creer que los poetas representamos el clamor popular de un mundo moderno cada día más alienado y confuso, dentro del disparate contemporáneo de la prisa y la actividad más o menos frenética de una sociedad, en líneas generales, deprimida y escapista.
Dicho lo dicho, creo en la continuidad secuencial-cronológica de las obras literarias. Es evidende que no todos los escritores se mueven de la misma manera, pero el concepto que expongo en mi quehacer poético es el siguiente: ESCRIBO Y VOY RECONSTRUYENDOME, REECONOCIENDOME COMO PERSONA QUE SIENTE Y PADECE, TIENE EMOCIONES, ETC… Por esta razón, pienso, a veces, en lo qué vendrá después de Cuando yo era otro, mi primer libro de poesía que está teñido de un claro tono vital, agónico en ocasiones, existencialista (triste por ahondar en la espesura en la que voy encontrando la verdadera realidad de lo que soy) .
La respuesta es bien sencilla. Vendrá nuevamente la vida como un río que fluye hasta que se agota y, por supuesto, no quiero que su caudal se me agote sin compartirlo con los otros, esos benditos extraños, ustedes.
lunes, 23 de marzo de 2009
Origen poético (de cuando yo era otro)
adorando el tacón roto de la casi infantil Andrea
posiblemente ahora no estaría aquí, escribiendo poesía.
Si nunca hubiese descubierto al buen amigo que me ha hecho
a ratos la vida imposible. Si nunca hubiese escrito
estaría un poco más loco, tendría una vanidad esquelética
o sería feliz sin letras, sin juego de versos, no lo sé.
Si escribo es por todas esas historias de la infancia miedosa
por todas esas montañas de culpa adolescente,
por toda esa posesión de amor truncado.
Si nunca hubiesen existido mis padres tal cual son ahora
tal cual fueron como yo los recuerdo con la memoria relativa
de las cosas que hoy ya me parecen demasiado viejas.
Si no hubiese existido 1993, 1991, 1992, 1995, 1981, 1974,
si no hubiese encontrado a Rubens, a Javier,
a tanta gente que vino prometiendo futuro y estuvo simplemente de paso.
Si escribo, no lo dudes, es porque tuve y tengo de vez en cuando
mi corazón palpitando en la cuneta, porque tengo muchas ganas de vivir
aunque mi tristeza como un gran telón infame
cubra con natural indecencia el valor de mi cara,
el valor de mi incondicional amor a la vida,
el valor de la hospitalaria frase que te digo para que no te vayas,
el valor de todo lo que soy y he sido bajo la sombra
y el potente sol de primavera.
Si escribo es por una historia de desamor muy larga,
porque vale la pena contarte en qué momento nací para los versos
y dejé de ser aquel chico gamberro que te amó
sin haber leído ni un solo verso de Pablo Neruda.