domingo, 19 de abril de 2009

A César Gil

Conocí a César Gil a través de las ondas hace ahora diez años. Yo enviaba mis modestas composiciones a un programa nocturno de Radio Nacional de España, en el que César tenía un breve espacio llamado "el rincón de los poetas". Al cabo del tiempo, me embarqué en un vuelo Tenerife-Madrid y fui a su encuentro. En nuestra estancia en Madrid, me abrió las puertas de su casa, conocimos a Rosa, su mujer, me enseñó su despacho; un rincón muy especial, en el que las paredes atesoran la historia de un periodista que se ha codeado con los protagonistas de primera fila de la historia de España y del mundo. Presentó mi libro " Cuando yo era otro" ante un desierto de butacas vacías, pero fue hermoso, muy hermoso. Luego nos fuimos a cenar.

Hace más de un año que no nos vemos, pero sigue siendo para mí una persona cercana y afectuosa, un amigo en la distancia, un amigo.

A continuación edito el prólogo que César me dedico para mi primer poemario (Cuando yo era otro, autoedición 2007)

No suelo guardar lo que me envían los oyentes, pero aquello lo archivé gracias a mi escáner recién comprado. El que guarda, halla. ¿Por qué guardé aquello? La carta -carta de las de verdad- con la dirección escrita a mano y, dentro, unos versos escritos a máquina -máquina de las de verdad- junto con otros poemas escritos a mano que me llamaron la atención y que no dudé en interpretar ante el micrófono. Corría el año 1998 y yo gozaba en la sección de poesía en Radio 1 de RNE, “El rincón de los poetas” dentro del programa “Entre dos luces”, dirigido y presentado por Pedro Muñoz. El autor de aquella carta era quien ha escrito el libro que ahora estás leyendo, desconocido lector.

Tras aquella emisión, llegaron más poemas, el contarme sus inquietudes, a qué se dedicaba, quién era... Tampoco me gustaba repetir poetas, ni incluso populares, en antena. Pero como lo que enviaba era, cuando menos, atrayente, volví a recitarlo. Víctor ya comenzó a enviarlos de otra forma: por correo -de los de ahora- y sus escritos maduraban. Nos telefoneamos, cambiamos impresiones sobre la vida, la poesía... Y un día vino a Madrid.

Y quedamos en una terraza de la plazoleta del Museo Reina Sofía. Me sentía como en una cita a ciegas que nunca había hecho, yo, que he llegado tarde a tantas cosas, entre otras a los chateos -de los de ahora, no de los de verdad verdad- y conocí a su compañera de chat y luego pareja, quizás tan interesante como él, aunque no escritora, y lo que es más curioso: nos caímos bien incluso en ese tema tabú, la política -que tanto alejamiento puede producir- y a pesar de la gran distancia generacional que nos separa..., o nos une -vamos: que era y soy viejo y él era tan insultantemente joven como hoy, hace veinticuatro meses ya; aunque casi diez años menos joven que cuando comenzó a remitirme su poesía- ¡cómo pasa el tiempo! (“si escribo es por una historia de desamor muy larga, / porque vale la pena contarte en qué momento nací para los versos”).

Este relato quería, debía, compartirlo contigo, amigo lector. He roto –en forma de envío a la papelera virtual- varios prólogos. Pero si él escribe con el corazón (“para ser poeta, ante todo hay que morir cuando el poema muere”) y nos lo abre -no siempre- decidí ser más visceral y me he lanzado por este camino para su desesperación educada, pero desesperación al fin, por no llegar a tiempo para la edición. Con toda esta historia he querido decir que he seguido la evolución de Víctor como poeta, encontrando poesía; es decir, la belleza a través de la palabra: Si escribo es por una historia de desamor muy larga, / porque vale la pena contarte en qué momento nací para los versos”.

Sus poemas tienen ese no se qué, un embrujo, a lo mejor un duende canario -¿por qué el duende tiene que ser de otro territorio?- que capta y no permite la huída ni cuando los versos se refieren a los terribles sucesos que hacen protestar al poeta, no ajeno a lo que ocurre en el mundo: La guerra iba en tren y nadie lo sabía. / La guerra visitó a los hijos buenos por la mañana. Otras veces siente sus cambiantes estados de ánimo con versos que se transforman en imágenes atrayentes, duras, pero hermosas: La soledad es la música breve, tenebrosa / de un piano lanzado a la calle / desde la azotea de un rascacielos”; otra vez, la belleza hecha palabra, aunque hiera: la poesía, en fin -la de verdad de verdad-. Y así es inevitable no estar de acuerdo con él cuando dice estar contra la idea de que la gran poesía la han hecho / un grupo de poetas con nombre” o con “los buenos poetas no anhelan / ser mundialmente conocidos”.

Poeta comprometido, consecuente con lo que ve, con lo que pasa, reflexivo (“nacer es una asombrosa casualidad / que nos pone a corretear en un pasillo / inexorablemente corto”), que no duda en mostrar su vacío, incluso el más íntimo: “estaba cansado, estaba contigo y sumamente solo”. “Escribía poesía porque un día no le amaron / ... / Ella ... / nunca le dijo te quiero. / Él aprendió a saber / que el amor debía suponerse. / Diría hoy que fue un poco huérfano, / que hizo amistad con una mujer sincera / que resultó ser su madre”.

Por supuesto tiene sus admirados, incluso sus modelos pero sin imitarlos, con pocos o ningún parecido: Whitman, González, Aleixandre, Benedetti, aunque con todos ellos coincide en su inconformismo y espíritu autocrítico y les muestra su reconocimiento: “Gracias a los que luchan mucho porque otros no luchamos nada”.

Ya sabemos cuando él y todos éramos otros. Esperemos el siguiente poemario que, inexorablemente, también será de cuando era otro.

CÉSAR GIL, Madrid junio de 2007.

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