las sábanas blancas de la convalecencia,
todos los días tengo veinte años
y un miedo hecho de cristales y litros de cerveza.
El hígado es la campana del campanario del pesimismo,
es el órgano, la pila del reloj del tiempo
que me recuerda que soy y seré
el hijo, el hijo siempre de alguien.
Pero hay un norte de agua limpia
en el mar de Túnez
donde nunca hace frío;
pero tengo una esperanza, una sola esperanza irrompible
porque en el museo de los horrores
relojes de pulsera cuelgan de las paredes.
Hay un montón de lobos sin amor
sin nada que hacer, desocupados.
Pero hay un parque próximo a tu hogar
y un televisor que emite luz celeste sobre
nuestra memoria infantil de los años setenta.
Hay un folio en blanco que anticipa un aluvión
de optimismo, un libro de Ángel González
como un catecismo del desarraigo;
hay una conversión siempre pendiente con un amigo
que bebe vino y le gusta comer en restaurantes
donde las cocinas están abiertas al público
y los camareros nunca rompen un plato.
Pero hay un paraíso tangible en las piedras con musgo de las playas
y un hombre pesca solitario a las diez de la mañana
y veo una isla pequeña ante mis ojos y dos o tres niños suecos
que descubren el sol picante en el sur de Europa.
Pero hay a un territorio inabarcable
sembrado de interrogaciones
y un potente anhelo por vivir
a pesar de todo.
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