martes, 30 de junio de 2009

Jaime Gil de Biedma

Uno de mis preferidos. Jaime Gil de Biedma también me enseñó, en "Las Palabras del verbo", el principio del camino que luego yo construí. Aquí una entrevista editada en el Babelia (El Pais) hace muchos años.

Sobre la edad madura de Jaime Gil de Biedma

Una tarde de hace 19 años los autores aparecieron en la casa de Jaime Gil de Biedma (noviembre de 1929-enero de 1990), en la calle del Maestro Pérez Cabrero, de Barcelona, dispuestos a conversar sobre el proceso de la creación literaria. Los autores querían reunir una serie de entrevistas sobre el asunto y preguntaron, durante varias horas, con avaricia veinteañera. La noble simpatía del poeta dio a aquel encuentro un tono inolvidable: el paso del tiempo no ha apagado su risa volcánica ni la extrema lucidez y pertinencias de sus respuestas, hasta hoy inéditas.

¿Para quién se escribe?

Uno escribe, sobre todo cuando es joven, para unos cuantos amigos. Quizá también para fastidiar a alguien..., y luego, claro, para unos cuantos poetas anteriores que él admira.

Usted siempre ha hecho una clara distinción entre poema y poesía.

Claro, poesía es lo que el lector experimenta leyendo el poema, no lo que al poeta le ocurre mientras lo escribe. Al poesía es el poema asumido en el momento de la lectura. Un poema no se hace para escribirlo, sino para que sea leído, incluso por uno mismo.

¿Eso quiere decir que usted admite lo que algunos escritores llaman “estado de trance” a la hora de pasar una idea al papel?

Depende mucho del temperamento del escritor. Yo creo que, sustancialmente, el proceso de creación es siempre el mismo, aunque varíe con la edad y la experiencia que se adquiera. O por lo menos así ha sido en mi caso. No importa que se realice a la máxima velocidad, que la realización sea casi inconsciente, porque cuando el escritor ha acumulado con los años su carga de experiencia vital, la selección se hace de forma instintiva, automática. Nadie, ni siquiera el lector más avezado, es capaz de distinguir en un poema lo que se ha creado como un relámpago y aquello que ha sido minuciosamente elaborado.

Se supone que con la edad uno se va haciendo menos automático.

Puede. Sin embargo no siempre ocurre así. Por ejemplo, en Tierra baldía, de Elliot, hay un pasaje que está escrito casi automáticamente, pero el resto está muy elaborado. Si Elliot no te dice cual es, resulta imposible distinguirlo. De todas formas, creo que escribor en trance es propio de la juventud. Yo recuerdo que al principio tenía la sensación de que alguien me estaba dictando. ¡Y a veces no uno sólo, sino varios, ja, ja, ja...! Para que el trance se produzca en la edad madura se requiere llevar una vida muy especial, muy rara, muy insólita, como en el caso de Rilke. Cuando lees de mayor a Rilke, que es un gran poeta, te parece impensable su personaje del poeta. A los 38 años Rilke aún escribía al dictado. Pocos poetas pueden ponerse en trance a esa edad.

Resulta paradójico, porque a esa edad los hipotéticos interlocutores que dictan deberían ser más numerosos.

Sí, lo que pasa es que uno ya va conociéndolos, ja, ja, ja... Además, a medida que avanza en edad, el intelecto se hace más comparativo, tiende más a lo abstracto. Se produce un desplazamiento en el interés, incluso por lo que respecta a uno mismo. De joven, lo que realmente te interesa de ti es aquello que te parece único en ti, que no se da en los demás. Aquello, en fin, en que uno no es hijo del vecino. Me acuerdo siempre de una frase que me dijo Vicente Aleixandre cuando yo tendría veintiún años, y hablando de los problemas con los padres, en fin, esas cosas, me dijo que una vez le había dicho a su padre: “Es que hay algo en mí que no es hijo de los señores Aleixandre”. Y ahí está el germen de esa distinción entre el Hijo de Dios y el Hijo del Vecino. A partir de la edad madura, cada vez te va interesando más aquello que tienes absolutamente afín a los demás. Resulta mucho más fascinante lo genérico que lo que es único en ti.

Usted se ha referido en alguna ocasión a “la abolición de aduanas poéticas”. ¿Cómo hay que entender eso?

Lo fundamental es que la poesía intenta recrear una realidad donde el divorcio, que es un divorcio sin concesiones a partir del siglo XVII, entre las significaciones y los valores, por un lado, y las cosas y los hechos por otro, ha desaparecido. La poesía debe aspirar a dar una imagen del mundo, que no sea una interpretación única de la realidad, en que exista una identidad entre la cosa y su significación, entre el valor y el hecho. La poesía moderna tiene que crear una identidad y, al tiempo, un mecanismo comunicativo con el lector que le permita tener la conciencia que esa identidad es subjetiva y precaria, que no se extiende más allá del poema.

¿Usted cree que su poesía es popular?

Para lo que puede ser una poesía moderna, sorprendentemente sí. Siempre y cuando tomemos el término popular en un sentido muy restringido, el que expresa la disponibilidad de ser leída con placer por personas que no son habituales lectores de poemas. Lo que ocurre, por otra parte, es que la poesía moderna está concebida para gentes que leen poesía, que también escriben..., o para catedráticos. Cosa que sucede también con la pintura. La pintura moderna está hecha para galeristas y coleccionistas. Yo he tenido la suerte, hasta cierto punto, de escapar a esa perversión de la poesía moderna. No es nada recomendable leer un poema con la preocupación o la angustia de si lo vas a entender o no, que es precisamente la actitud que toman los lectores sofisticados, escritores frustrados o catedráticos instalados. Creo que hay que ser absolutamente vulgar para leer poesía.

En la actualidad no escribe, o por o menos no publica. ¿No le produce angustia?

Existió la angustia. Realmente me gustaría escribir, pero soy consciente de que lo haría peor que hasta ahora y eso, además de no gustarme nada, me produce pánico. Estoy convencido de que los poemas que pudieran surgir serían peores.

¿Por qué?

He dicho antes que una gran parte de la poesía moderna, y desde luego también la mía, consiste en la búsqueda de una identidad. Y llega un momento que, en mi caso, esa identidad es reconocida y asumida: finalmente me reconozco en una identidad, después de muchos años creándola a través de mis poemas. Si buceamos en los poemas que he escrito encontramos dos claros ejemplos de lo que digo: Contra Jaime Gil de Biedma y Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma. Ahora bien, escribir poesías es, por encima de todo, imaginación, lo cual implica cierto distanciamiento. En el instante en que una identidad inventada es de verdad asumida, el ciclo se cierra. Es decir, uno de los motivos por los que no escribo poesía es porque el personaje de Jaime Gil de Biedma que yo inventé y logré asumir ya no me lo puedo imaginar. La demostración de lo que estoy diciendo ocurrió en uno de los primeros poemas que empecé a escribir hace cinco años, después de un largo paréntesis de abstinencia literaria. Alguien me preguntó lo que ahora me preguntáis, y en un viaje a Nueva York se me ocurrió crear un poema para verificar si mi tesis acerca del porqué no podía escribir era cierta o no. Lo era. Era incapaz de imaginarme como personaje porque el personaje Jaime Gil de Biedma en lugar de tener cincuenta años tenía setenta y cinco...

¿Llega un momento en que la palabra no sirve ni como recurso?

Lo que llega es un momento en que pierdes la fe en la literatura.

¿También en la palabra?

Hay una cosa rarísima en la vocación literaria. Yo puedo imaginar que haya alguien que rompa a bailar sin haber visto nunca bailar; o a esculpir sin haber visto jamás una escultura; o a pintar sin haber visto jamás un cuadro. Pero no me imagino a nadie escribiendo sin haber leído. Creo que la vocación de escribir es un resultado de la vocación de lector. Y a partir de ahí entra en juego un elemento significativo que define a todo escritor: el narcisismo. A lo que aspira uno cuando escribe, inicialmente y de modo inconsciente, es a leerse a sí mismo. Uno empieza a escribir para sí mismo, a leerse a sí mismo como si fuera otro.

Difícil ejercicio...

Imposible. Uno nunca se lee a sí mismo, ja, ja, ja..., como si fuera otro. Y cuando alcanza a leerse a sí mismo como si fuera otro, al cabo de los años, ese otro es tan aburrido, ja, ja, ja..., o irritante, que es peor. Y uno se da cuenta al final, por lo menos en mi caso, de que no aspiraba tanto a ser poeta como a ser poema, a leerse como si uno fuera el poema y el poeta fuera otro. En ese sentido, uno, con los años, ha dejado de creer en la posibilidad de leerse a sí mismo como si fuera otro, sobre todo cuando, con el paso y el peso del tiempo, uno ha perdido la memoria de cómo se escribió el poema.

“Entrar en literatura como se entra en religión”, otra frase suya.

Bueno, es un concepto aplicable a la literatura francesa de afiliación simbolista del último tercio del siglo XIX. Fue un tiempo en el que el escritor decidió hacer abstracción del público en general y decidió escribir para él y para unas cuantas personas de su capilla literaria. Y decidió también, así, sin más, que en la vida no tenía nada que hacer. La literatura ha sido tan desvirtuada en un artículo de consumo que llegará un momento en que la gente que se la tome en serio volverá a meterse otra vez en las catacumbas, como ya hicieron Mallarmé o Verlaine. Esta será la salida en el futuro.

No para usted.

Lo que ocurre es que yo no hago vida de escritor. El personaje no sale a pasear, no sabría qué hacer con otros personajes literarios. Soy un hombre que ha escrito poemas, ensayos, pero nada más. En mis relaciones personales me siento más cómodo entre ejecutivos, aunque no tenga nada que ver con ellos, que con escritores que no sean directamente amigos míos, como Barral o Marsé. Y como resulta que ser escritor ha sido una vocación profunda, el hecho de identificarme con el personaje literario me produce una incomodidad que no siento con mi personaje de ejecutivo. Además de representarlo mejor, no me incomoda porque no apuesto nada en ello.

¿Cuándo escribía necesitaba algo a su alrededor para poder hacerlo?

Mecánicamente, nada. Anímicamente, disponibilidad.

Ningún ambiente concreto, ningún escenario particular...

Nada más que disponibilidad. He llegado a construir la parte central de un poema mientras hablaba durante dos horas en una reunión de negocios. La verdad es que he escrito muy poco los poemas. Muchos de ellos están compuestos mentalmente mientras realizaba otras actividades cotidianas, conducir, ducharme, asistir a reuniones..., ésa es una de las ventajas de la poesía, que necesita escribirse poco. Lo que a mí me resulta insoportable es la prosa, además de agotadora, es que es imposible componerla mentalmente.

Carlos Barral la dicta.

Sí, la dicta. Pero es que a Carlos le entusiasma oír su propia voz. Y además dicta muy bien. A mí me aburre el sonido de mi propia voz. Yo a Carlos le he visto dictar en alguna ocasión y debo reconocer que es un espectáculo orgiástico. En el fondo se está poseyendo a sí mismo.

Hace un rato, antes de que sonara el teléfono, había comenzado a hablar de la concepción de un poema como una metáfora militar.

Ah, sí. Mi metáfora favorita para explicar cómo se escribe un poema es una ofensiva militar en la que uno es, a la vez, general jefe del Estado Mayor, capitán de compañía en primera línea y soldado en la trinchera más próxima al enemigo. Pues bien, aún siendo uno solo en las tres posiciones, las transmisiones entre todos no acaban de funcionar muy bien, ja, ja, ja..., y las confusiones en las órdenes son continuas. Eso quiere decir que siempre que uno se pone a escribir un poema es mejor fiarse del general jefe del Estado Mayor: en caso de duda volver a la idea original del poema, al plan inicial de la ofensiva. Porque cuando uno es soldado o capitán d compañía se empeña en defender posiciones que dentro de la estrategia general no tienen importancia, aunque sean bonitas o incluso heroicas. Si no son operacionales, no sirven. En la poesía pasas exactamente igual: pueden aparecer unos versos maravillosos, pero si no encajan en la idea general del poema hay que desecharlos. Hay que servir fielmente a la idea general del poema que has concebido. De lo contrario, es muy fácil hacer concesiones fáciles, recurrir a criterios apreciativos falsos. No queda más remedio que ser rigurosos.

Pero la idea es uno mismo.

Sí, es uno mismo pero convertido en un demonio que te posee y que a la larga tiene las ideas más claras que tú de los que debe ser y de lo que jamás podrá ser. Una de las pocas veces que me he dejado dominar por la traición a mí mismo queda reflejada en un poema de Moralidades que se titula “Concepciones poéticas”. Me forcé porque debía entregarlo en una fecha determinada. Y acepté la fecha y me equivoqué. Es el poema que más veces he corregido, alterado, variado, modificado en sucesivas ediciones. Y me ha ocurrido porque nunca he tenido ideas claras de cómo debía ser realmente la configuración última del poema. Me forcé y se desvirtuó la idea original. Jamás la pude recuperar. La inspiración en la que yo creo no es más que la obsesión. La necesidad obsesiva de sacar adelante el poema es vital, porque la idea queda instalada en tu interior y no te deja pensar en otra cosa.

Pero al mismo tiempo limita el propio desarrollo del poema.

Claro. Limitarse es una de las cosas más importantes para un poeta. El arte es hijo de la limitación.

No hay comentarios: